sábado, 20 de noviembre de 2010

El Gran Hermano


El Gran Hermano te vigila. Y no, no me refiero a una ráfaga de balas perdidas que ha ido a estrellarse contra la diana hipnótica de Tele 5. Me refiero a las cada vez más comunes cámaras de vigilancia en forma de hongo que han proliferado en las calles en general, parques y plazas en particular, de esta nuestra comunidad.

Yo no puedo sino sentir un escalofrío ascendente en la parte baja de la espalda, que según va subiendo por la columna me va recordando que tendré que cambiar mis poco legales hábitos de vida. Y es que para mí, delincuente por vocación más que por elección, los días felices se acabaron cuando instalaron cámaras en parkings y cajeros automáticos. Medidas disuasorias que muy bien me disuadieron de mis intenciones de piltrafa en lugares cerrados y me incitaron a actuar en lugares públicos.

Y ahora, que he conseguido convertir las calles en zonas de terror del buen ciudadano, ahora que la anarquía y el descontrol se han extendido, ahora que yo y los de mi calaña controlamos la ciudad y las madres ya no se atreven a dejar a sus hijos en la calle hasta que se saquen el carnet de armas pesadas, ahora que la policía patrulla de cinco en cinco con perros y AK-47 al hombro, ahora que antes de cruzar una puerta se oye la recarga de una escopeta seguida de un “¡Santo y seña!”… Los encargados de la seguridad deciden que si cuatro ojos ven más que dos, unas cuantas lentes conectadas a comisaría ven bastante más que cuatro.

En este momento de tristeza y dolor, en el que cambio mi navaja y mi jeringuilla con la que infectar el sida a los desgraciados viandantes por una palanca y un saco, pienso en mi futuro como asalta casas. Porque, aunque cuando paso por delante de una nevera no puedo evitar abrirla y picar algo, dejándolo todo perdido de ácido desoxirribonucleico inculpatorio, considero bastante improbable que el ayuntamiento se plantee instalar cámaras dentro de las viviendas familiares, apuntando directamente al sofá de las potenciales víctimas. Al menos, hasta dentro de un par de años, o lo que tarden las potenciales víctimas en sentir que una cámara en su vida diaria es poco más que una farola curiosa.