La igualdad de género es un tema que, durante los últimos años, ha ganado importancia en el discurso político y en la sociedad. Los intentos por conseguir un mundo equitativo y por suprimir las discriminaciones están dando sus frutos - sobre todo en Occidente- y es deber de todos seguir luchando por la igualdad en derechos (y deberes) de los hombres y las mujeres.
Pero no tenemos que cerrar los ojos, ni malinterpretar causas. Los hombres y las mujeres somos diferentes. Afirmar eso no es machista, ni sexista, ni misógino. Sólo tiene un “–ista” posible: realista.
Las diferencias físicas son notables, y quizás las más determinantes. Si los hombres y las mujeres fueran equiparables en potencia y tono muscular, probablemente no se hablaría de machismo, porque la violencia y discriminación que sufren las mujeres es a causa del papel subordinado al hombre que les ha tocado interpretar forzosamente a lo largo de los siglos. Nunca hubieran sido el “sexo débil”, nunca habrían sido tratadas como objetos sexuales (no en la misma medida, por lo menos), nunca hubieran sido el pobre animal desvalido del que el hombre tenía que cuidar.
Sin embargo, las diferencias no terminan ahí. Los hombres y las mujeres actuamos diferente, pensamos diferente. Este hecho puede estar condicionado por dos factores: a) Existen diferencias causadas por los genes. b) Es la educación la causante de esas diferencias.
Probablemente, siguiendo la gama de grises que nunca pinta este mundo de blanco o de negro, las dos causas sean ciertas. Por ejemplo, está demostrado que las mujeres tienen mayor relación entre la parte derecha y la parte izquierda del cerebro, por lo que les cuesta menos expresar sus sentimientos. Aunque bien es cierto que también se pueda deber a que no es de machitos hablar de lo que uno siente. Queda mal, entre trago de cerveza y escupitajo, decir “hecho muchísimo de menos a Ana”. Simplemente, no pega. Un hombre se rasca el culo mientras comenta el partido del sábado anterior. Una mujer llora aún sin estar troceando cebolla o sin que le pique el ojo.
Por ello, cada vez se hace más hincapié en la importancia de no imponer roles, sobre todo en la infancia. Hay que olvidar el micromachine para los niños y las barbies para las niñas. Hay que olvidar el estuche de maquillaje y el balón, el disfraz de Superman y el de princesa. Pero la solución no pasa por regalar a todos un balón relleno de maquillaje, la Barbie montada en el camión de bomberos o la princesa capaz de volar alérgica a la Kryptonita.
Aun así, las nuevas tendencias de educación sin connotación sexual deriva en muchos casos en la homogenización. Una homogenización, en mi opinión, perjudicial para todos. El mundo no se divide en rosa y azul, es cierto, pero desde luego, no es enteramente violeta. Cada persona aporta su color, su diminuta piedra pigmentada al feo mosaico de esta sociedad.