La expresión artística siempre ha ido ligada a la expresión de los sentimientos. Desde que a nuestros peludos predecesores les diera por ir decorando las cuevas con bisontes de perfil, los artistas han usado diferentes medios para revelar sus inquietudes: odas a la libertad, a la igualdad, al amor, al miedo, a la soledad, al miedo a la soledad… representadas en paletas de mil colores sobre la palma de las mentes más creativas de la humanidad.
Con el tiempo, los poetas, con su dominio del lenguaje y su capacidad para rimar lavadora con tonta –asonante- se erigieron en portaestandartes de blasones coloridos y lemas donde las palabras libertad e igualdad iban con letra mayúscula.
Poco a poco, como la poesía era un coñazo, la música le arrebató el papel de arma cargada de futuro, y como todas las expresiones artísticas anteriores, ha sufrido mucho por el titánico esfuerzo del ser humano por parecer imbécil.
Y es que si hay algo que le pierde a esta raza nuestra es poner etiquetas. Nos desconcierta de sobremanera encontrarnos a algo o a alguien que no podamos definir, que no podamos ordenar en nuestro universo finito y particular siguiendo unas pautas de causa-consecuencia, por lo que si alguna vez nos topamos con un ente difícil de clasificar o clasificable en varios grupos tendemos a simplificar las cosas: la parte por el todo.
Así nos luce el pelo a todos –o a gran parte- siendo definidos por lo que escuchamos o dejamos de escuchar, por lo que cantamos o dejamos de cantar y por con quien cantamos o dejamos de cantar. Porque si hay algo que le gusta al ser humano casi tanto como poner etiquetas es la guerra de tallas y marcas: hacer causa común con todos los de tu talla contra todos los demás. Por supuesto, XXL acaba ganando e imponiendo sus monstruosas medidas sobre el resto de las posibilidades, sin soltar prenda, reprimiendo así la libertad que en sus canciones tanto tararea, sin llegar a comprender del todo el sentido de la letra.
Por que la música –y por extensión, el arte- , pese a quien le pese y pese a ser arma indispensable en muchos puños cerrados y manos alzadas, sigue siendo eso: arte. Un vehículo que nos transporta al terreno de lo personal y lo subjetivo, un vehículo capaz de llegar a cualquier destino y del que sólo nosotros somos conductores.
Y los boicots a conciertos, la clasificación de artistas, las pedradas y descalificaciones, los temores por cantar o escuchar algo, los grupos organizados con la firme intención de impedir que algún concierto tenga lugar, y las personas que empuñan el arma de la música para su cruzada santa particular no son más que polizones en ese vehículo. No son más que baches en el camino, más que cruces e intersecciones con destinos bien marcados y controlados, más que barreras por las que es imposible cruzar sin pagar o agacharse. Pero, mientras no falte gasolina, nuestro vehículo irá a donde nosotros queramos. Con lo que nosotros queramos en la radio. A todo volumen.